viernes, 28 de septiembre de 2012

CUESTIONANDO LA "DEMOCRACIA REPRESENTATIVA"

José Manuel Pérez Rivera

El pasado día 26 de septiembre, un periodista de “El Faro de Ceuta” preguntó al Sr. Francisco Márquez, diputado nacional del PP por Ceuta, sobre los hechos que tuvieron lugar en los alrededores del Congreso de los Diputados, en lo que ha venido a denominarse “25S-Ocupa el Congreso”. Al hilo de esta pregunta el Sr. Márquez comentó que, en su opinión, “la democracia es el sistema político del que nos hemos dotado los españoles al entender que es el mejor que existe para la representación de la soberanía popular, pero cuando a la democracia se le añaden algunos calificativos como orgánica, popular o asamblea, desde luego, es cuando menos tiene de pura capacidad de decisión del pueblo". Nos sorprendió este comentario despectivo sobre la propia esencia de la democracia, es decir, su carácter asambleario. Aunque si somos sinceros no fue tanto sorpresa como indignación lo que sentimos cuando leímos estas declaraciones. Estamos acostumbrados a las perlas del Sr. Márquez, como la que recogieron este verano los medios de comunicación locales y nacionales, en la que saliendo al paso del escándalo sobre el cobro de dietas por alojamiento que perciben más de sesenta congresistas (entre los que se incluye, claro está, el Sr. Márquez), -a pesar de contar con casa propia en Madrid-, declaró que era una polémica “interesada” promovida “por grupos antisistema que saben muy poco del funcionamiento de las cortes”. Puede que los ciudadanos no sepan, en su mayoría, cual es el funcionamiento de las cortes, pero lo que sí le podemos asegurar es que son cada día más los españoles que tienen claro que el sistema político vigente en nuestro país dista mucho de ser democrático.
            En este artículo vamos a hacer un ejercicio que, según la editorial de “El País” (27/09/2012), “nadie sensato” haría: “descalificar la democracia representativa”. Y lo vamos a hacer con argumentos para que quienes se molesten en leerlo puedan extraer sus propias conclusiones. Comencemos reflexionando sobre el significado de democracia. Todo el mundo habla de ella, pero pocos la conocen. Este término, tal y como comenta Takis Fotopoulos en su obra “Crisis multidimensional y democracia inclusiva” (disponible desde este verano en internet gracias al esfuerzo del Grupo de Acción de Democracia Inclusiva (GADI) de Catalunya), ha sido tergiversado principalmente por parte de académicos y políticos liberales, “confundiendo el sistema oligárquico actualmente dominante de la democracia representativa con la democracia”. En la misma línea, el no menos lúcido y brillante intelectual Cornelius Castoriadis, comentó en una conferencia pronunciada en 1993, titulada “la cuestión de la democracia. Posibilidades de una sociedad autónoma”, que “si miramos, no la letra de las constituciones, sino el funcionamiento real de las sociedades políticas, comprobamos inmediatamente que son regímenes de oligarquías liberales. A ningún filósofo político del pasado digno de ese nombre se le habría ocurrido jamás llamar a estos sistemas “democracia”. Inmediatamente hubiera encontrado que había allí una oligarquía que está obligada a aceptar algunos límites a sus poderes, dejando algunas libertades al ciudadano”.
            Para encontrar el verdadero significado de la democracia tenemos que retroceder veinticinco siglos en la historia de la humanidad hasta conocer la concepción ateniense de este término. A pesar de sus limitaciones y parcialidades, ya que existen graves desigualdades económicas y políticas, al excluir de la sociedad a las mujeres, los inmigrantes y los esclavos, fue el primer ejemplo histórico, según Hannah Arendt, de “la identificación del soberano con aquellos que ejercen la soberanía”.  No obstante, los griegos se dieron cuenta pronto de la imposibilidad de anular algún tipo de poder explícito y así establecieron que “ningún ciudadano debe estar sometido al poder y, si esto no fuera posible, que el poder se distribuyera equitativamente entre los ciudadanos” (Aristóteles, en Política). A este principio del reparto equitativo del poder, añadieron otros dos de vital importancia: la isonomía (la igualdad de todos los ciudadanos) y la isegoría (el poder de la palabra). El ejercicio de estos principios hizo posible un nivel de actividad política que no tiene parangón en la historia de la humanidad por cantidad, frecuencia y grado de participación. A las asambleas, -que tan poco le gustan al Sr. Márquez y al resto de integrantes de la oligarquía política y económica española-,  asistían normalmente 6.000 ciudadanos (de los 30.000 ciudadanos por derecho a hacerlo) y podían tomar la palabra entre 200 a 300 personas o más. La justicia también se ejercía por los ciudadanos, tanto que en un día de tribunal normal se sorteaban unos 2.000 puestos como miembros del jurado popular. Y lo que es más importante si lo comparamos con la situación actual es que no existían los partidos políticos, es más los llamados (hetaireiai), antecedentes claros de nuestros partidos políticos, eran perseguidos con toda su fuerza. Los partidos políticos sólo comenzaron a tener sentido cuando la inmensa mayoría de la ciudadanía empezó a desinteresarse de la política.
            La democracia clásica, a pesar de su comentada parcialidad en lo económico y lo político, demuestra la posibilidad de organizar y hacer funcionar la sociedad actual según los principios de la democracia directa, aunque para ello sea necesario  un esfuerzo colectivo consciente por ampliar y profundizar la democracia política y económica. La relajación de este esfuerzo fue lo que explica el declive de la democracia como forma de organización política en la propia Grecia y luego en tiempos posteriores en Roma y tras su decadencia en el periodo medieval. Sin embargo, no llegó a desaparecer del todo. La historia parece darle la razón a Bakunin cuando indicó que “el instinto de libertad” es un elemento esencial de la naturaleza humana. En la denostada y vapuleada época medieval, en la misma España, se dieron durante los siglos XI y XIV auténticas formas de gobierno democrático, periodo que coincide con el pleno auge del llamado Concejo Abierto. Durante el desarrollo de los concejos o concilium abiertos, los vecinos de las ciudades y pueblos de la repoblación eran considerados hombres libres e iguales que se reunían en asambleas para debatir y acordar por consenso la política en sus respectivos territorios. Poco a poco fueron perdiendo este poder a favor de los monarcas y sus secuaces. Entre los siglos XVI y XVIII, la concentración del poder alcanzó su cenit de mano de las “monarquías absolutas”. Aún bajo este régimen, el instinto de libertad no pudo ser del todo erradicado. Para combatirlo los monarcas, siguiendo a pie de la letra las obras maquiavélicas, introdujeron en el léxico político el concepto de la representación, con el objetivo inicial de relajar las luchas de poder en el seno de las inestables monarquías europeas. Un paso en esta estrategia fue el establecimiento de la soberanía parlamentaria en el siglo XVII. Todo este proceso culminó en la acuñación literal del término de la “democracia representativa” por parte de los Padres Fundadores de la constitución de los EE.UU. Sobre este hecho histórico, tanto Takis Fotopoulos como Noam Chomsky coinciden en su diagnóstico de que los ideólogos de la también llamada democracia moderna sentían un claro desprecio por las clases populares y no estaban por la labor de permitir que el “`populacho” pudiera ejercer el poder de manera directa, tal y como se practicaba en la Grecia clásica. John Jay, uno de los “Padres Fundadores”, declaró que “quienes son los dueños del país deben ser sus gobernantes”. La intención era clara: anular el principio de la isegoria, la igualdad de expresión; y transferir el poder político de la ciudadanía, a través de las elecciones, a una élite política y económica.
            El advenimiento de la “democracia representativa” supuso equiparar este concepto al del gobierno representativo, es decir, el gobierno del pueblo por sus representantes. Se instituyó así un sistema político que separaba del concepto genuino de democracia, donde el poder era ejercido directamente por los ciudadanos o por delegados que eran designados por sorteo y por un periodo corto. Unos tiempos en los que la elección por votación se consideraba aristocrática y se autorizaba sólo en circunstancias especiales.
            La democracia representativa presupone la separación del Estado y la sociedad y el ejercicio de la soberanía por un cuerpo de representantes separados. Esto ha dado lugar, tal y como comentó en cierta ocasión Jesús Ibáñez (“Nada para el pueblo, pero sin el pueblo”, en Archipiélago, nº 9, 1992),  que los que “mandan representan a los mandados y sólo hay que representar a lo que es impresentable” y, desde luego, los españoles no los somos. Opiniones como estas en contra de la representación política, basada en elecciones cada determinado número de años, surgieron casi al mismo tiempo que se fundó este sistema. El propio Rousseau, en “El contrato social”, llegó a decir que “los ingleses creen que son libres, pero la verdad es que son libres un solo día cada cinco años”. Hoy día, como bien criticó Cornelius Castoriadis, ni siquiera los electores son libres cada cuatro años, ya que “los candidatos son designados por la cúpula del aparato del partido” y se presentan con unos programas plagados de mentiras y falsas promesas. Unos partidos políticos que forman un conglomerado con el poder privado que les impone límites estrechos a su acción política. Siguen de esta manera a pie juntillas la idea de Adam Smith, el padre del liberalismo económico, para quien la tarea principal del gobierno era la defensa de los ricos contra los pobres. Noam Chomsky ha conseguido resumir en una sola frase lo que ocurre en su país y en la mayoría de los países occidentales en los que se ha impuesto el bipartidismo: “hay básicamente un solo partido político, el de los negocios, con dos facciones”.
            A nadie debería de extrañarle que todos los políticos de nuestro país, sin excepción, recelen de la democracia directa o en su forma más elaborada de la democracia inclusiva propuesta por Takis Fotopoulos. El miedo que sienten al escuchar hablar de esta palabra es comprensible. De llevarse a la práctica supondría acabar con los privilegios que ostentan los integrantes de la oligarquía liberal que domina el complejo entramado de poder en nuestro país. No obstante, coincido con Noam Chomsky, en que “el instinto de libertad puede ser apaciguado, pero no asesinado. El coraje y la dedicación de la gente que lucha por su libertad, su voluntad de confrontar el extremo terror del Estado y su violencia, son frecuentemente asombrosos”. Guiados por este instinto, y sobre todo en épocas de crisis como la que estamos viviendo, surgen de manera espontánea tentativas de reinstaurar la democracia directa que funcionó en la Atenas clásica. Como nos recuerda Cornelius Castoriadis esto ha sucedido “cada vez que hubo un verdadero movimiento popular democrático: tanto en América del norte en 1776, como en la revolución francesa, como en las primeras formas organizativas del movimiento obrero, en la Cataluña de la CNT y también en el 56 con la revolución húngara”. Casi todos estos movimientos fueron reprimidos con dureza por los detentadores del poder y en tiempos más recientes ha sido la obsesión de las élites occidentales, principalmente de EE.UU, acabar con cualquier iniciativa de este tipo por los medios que sean. Ahora, como resultado de la profunda crisis multidimensional que llevamos padeciendo desde hace cuatro años, vuelven a resurgir tentativas de devolver el poder del pueblo a sus legítimos poseedores. Las sofisticadas técnicas de fabricación del consenso (Noam Chomsky) y de adoctrinamiento están fallando estrepitosamente. Cada día hay más gente que empiezan a ver la realidad por sus propios ojos y comienzan a desprenderse del miedo que les infunden los potentes mecanismos de control social. Aún quedan dos obstáculos importantes que superar: romper el aislamiento y el individualismo; y desprenderse de la apatía general y la frivolidad existencial que nos ha inculcado el consumismo desaforado.  Nuestra vida tiene que tomar otro sentido: “la creación de seres humanos que amen la sabiduría, que amen la belleza y que amen el bien común”.(Corneluis Castoriadis, dixit).

viernes, 21 de septiembre de 2012

A PROPÓSITO DE CATALUÑA: EL REGIONALISMO Y LA POLÍTICA EN LA VISIÓN DE LEWIS MUMFORD

José Manuel Pérez Rivera, miembro del 15M ceutí

En su obra “La cultura de las ciudades” (1938), Lewis Mumford dedicó una especial atención a explicar su apuesta por el regionalismo como alternativa a la civilización metropolitana, cuyo rápido desarrollo  a partir de la revolución industrial había demostrado su incapacidad para alcanzar la equidad social y una relación simbiótica y no parasitaria con la naturaleza.  En su extensa exposición sobre las distintas vertientes sobre la región, ya sea considerada como unidad  geográfica, como hecho geográfico o como escenario económico, introdujo un apartado en el que analizó la dimensión política del regionalismo. Visto de este prisma, el proceso de unificación política, en opinión de Mumford, “se ha llevado  a cabo en todo el mundo sin tener mayormente en cuenta la realidades geográficas y económicas. Esa actitud ha tenido este resultado: las zonas políticas, económicas y culturales no existen en relación concéntrica: se observan las superposiciones, las duplicaciones y los conflictos que caracterizan a nuestras relaciones territoriales”.
            Mumford se mostró especialmente crítico con el concepto, tan en boga en la actualidad, de “unidad nacional”. Un término, el de nación, “tan vago y contradictorio, que siempre debe tomarse en un sentido místico, como significando lo que las clases gobernantes quieren que signifique en determinado momento”. Desde un punto realista, las naciones, no son otra cosa que “una tentativa para hacer que las leyes, las costumbres y creencias de una sola región o ciudad sirvan de modelo de muchas otras regiones”. En el caso de España resulta evidente, tal y como señaló Ortega y Gasset en “La España Invertebrada”, que “España es un cosa hecha por Castilla”, a su imagen y semejanza, añadimos nosotros. Como acertadamente expuso Mumford, una unidad nacional, como la pretendida en España, “no se forma como consecuencia de movimientos de opinión espontáneos y afiliaciones naturales, debe ser constantemente estimulada por el esfuerzo deliberado: la doctrina en las escuelas, la propaganda en la prensa, las leyes respectivas, la extirpación de dialectos y lenguajes rivales, ya sea mediante una orden o la burla, o  por la supresión de las costumbres y privilegios de las minorías”. Esta estrategia fue desplegada por el franquismo durante cuarenta años en un doble sentido: en la construcción del nacionalismo español y en la aniquilación del sentimiento nacionalista en determinadas regiones de España, principalmente en Cataluña y en el País Vasco.  Todo con el único objetivo de crear UNA España, grande y libre, por la gracia de Dios.
            En España la represión de los nacionalismos se inició mucho tiempo antes del franquismo. Ya en tiempos de los Reyes Católicos, tal y como cuenta Felix Rodrigo Mora en “El giro estatolátrico”, se despojó a la corona de Aragón de sus instituciones, al igual que sucedió en Galicia. Sin embargo, fue en el siglo XVIII cuando se produce el asalto definitivo contra las instituciones, las costumbres, las leyes y la lengua de los Países Catalanes, sobre todo después del apoyo que este territorio otorgó al Archiduque Carlos, en contra de las aspiraciones borbónicas para hacerse con el control del reino de España. La venganza de los vencedores contra los catalanes se plasmó en el Decreto de Nueva Planta (1716) que abolía las cortes catalanas e impuso al castellano como el idioma oficial de la administración, además de hacerlo obligatorio en las escuelas y juzgados.
No obstante, y a pesar de las fuerzas represivas contra los nacionalismos que desplegaron las monarquías absolutas en buena parte de Europa, no pudieron impedir un resurgimiento de los sentimientos regionalistas que emergieron a mediados del siglo XIX. Lewis Mumford data el comienzo de la revitalización del movimiento regionalista en 1854, cuando los felibres se reunieron por primera vez a fin de restaurar el lenguaje y la vida cultural autónoma de Provenza. Dentro de este proceso Mumford cita de manera expresa a los vascos y catalanes, además de a los bretones, provenzales, eslovacos, irlandeses, escoceses, galeses, flamencos y valones, etc.. Toda una serie de regiones que vienen luchando desde entonces por hacer valer sus derechos para obtener la autonomía regional.
La reacción de los estados ante la reaparición de estos grupos nacionales no ha variado mucho en todos estos años. Según comenta Mumford, la estrategia ha consistido en transmitir la idea, a través de los medios de comunicación, de que “todo movimiento tendente a la autonomía regional, si en realidad no es un movimiento traidor, es cuando menos un movimiento ridículo”. Esta reticencia de los gobiernos centrales a reconocer e integrar a los grupos regionales son responsables, según el criterio de Mumford, “de que el movimiento pro autonomía asuma una actitud recalcitrante y atrasada”. La falta de entendimiento ha conducido, como bien sabemos en España, a la radicalización de las posturas en ambos extremos. Si bien Mumford dirige sus críticas más ácidas contra el centralismo de los estados, no deja de afear la actitud de los regionalistas “que han hecho resaltar excesivamente la formación de los estados soberanos fraccionarios, como si los males ocasionados por la centralización exagerada y las supersticiones de la soberanía austiniana fueran a desaparecer por el hecho de brindar oportunidades a muchos pequeños déspotas”.
Tomando como punto de partida las entidades regionales existentes en Europa, que Auguste Comte contabilizó en unas ciento sesenta, Mumford propone la puesta en marcha de “un sistema federal de gobierno que se base en la integración progresiva de una región con otra, de una provincia con otra y de un continente con otro; cada una de esas partes deberá ser lo suficientemente flexible para ajustarse a la continuidad del cambio en la vida local y transregional. Una vez que se haya esbozado esa estructura, ello dará oportunidad para que se materialice la reagrupación concéntrica de las funciones políticas, económicas y culturales, cuya ausencia hoy día constituye un gran obstáculo para realizar el esfuerzo cooperativo”. Queda claro que Mumford antepone el reconocimiento a las realidades regionales existentes en el mundo como paso previo a  cualquier tipo unificación política o económica, como por ejemplo constituye el proyecto de la Unión Europea. Debemos pues, según Mumford, “substituir la falsa estabilidad del estado nacional, producto de la tiranía y totalmente ignorante de las características locales, por la estabilidad dinámica de un cuerpo político activo y dispuesto a hacer los reajustes necesarios para impedir toda manifestación de violencia o de mala voluntad”.
Un principio complementario a los expuestos con anterioridad, tiene mucho que ver mucho con la idea defendida por algunos miembros de la progresía española sobre la necesidad de que este modelo federal de organización estatal tenga un carácter asimétrico, capaz de reconocer el distinto peso de las nacionalidades históricas que se dan en España. Para ilustrar esta idea Mumford hecha mano de un aforismo de su admirado William Blake: “una sola ley para el león y el toro significa la opresión”. En España no se ha respetado este principio fundamental para la articulación de una organización política de base regional y así, tal y como acertadamente comenta Vicenç  Navarro en uno de sus últimos artículos (“¿Qué ocurre en Catalunya, y en España?”. http://www.vnavarro.org/?p=7850), el estado de las autonomías (con el “café para todos”) fue una clara maniobra argüida por los redactores de la Constitución España para negar el carácter plurinacional de nuestro país. Al equipar a Cataluña, el País Vasco o Galicia con el resto de las comunidades autónomas se ha pretendido arrinconar a los “leones” en los extremos de la piel de “toro” que es España. Una piel que de tanto tensarla está a punto de romperse.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

NUEVOS CRITERIOS DE JUICIO PARA LA RENOVACIÓN DE LA PERSONA Y LA SOCIEDAD

José Manuel Pérez Rivera, miembro del 15M ceutí

Para salir de la actual crisis necesitamos un cambio de dirección y actitud. Lewis Mumford, -en las líneas finales de su obra “La condición del hombre”, de la cual hemos obtenido el texto que exponemos en este comentario-, comentó que debemos aportar a cada actividad y a cada plan un nuevo criterio de juicio: debemos preguntar en qué medidas las acciones que promueve los políticos tienden a la realización de la vida y cuánto respeto guardan a las necesidades del hombre. Las preguntas que debemos tener siempre a la cabeza pueden agruparse en los siguientes dos bloques:

1.-  ¿Cuál es el objetivo de cada nueva medida política y económica?.

¿Busca la antigua meta de la expansión y el crecimiento o la nueva del equilibrio?

¿Trabaja para la conquista y la acaparación del poder o para la cooperación y el  apoyo mutuo?.


2.- ¿Y cuál es la naturaleza de esta o aquella realización industrial o social?
     
      ¿Produce bienes materiales solamente o también bienes humanos y hombres buenos?

A sendos bloques de preguntas se añade otras dos referentes, respectivamente,  a nuevos propósitos individuales y planes públicos:

Respecto al aspecto individual esta es la pregunta: ¿Concurren nuestros planes de vida individuales  a la universal sociedad, en la que el arte y la ciencia, la verdad y la belleza, la religión y la santidad enriquecen a la sociedad?

En cuanto a los proyectos ideados en el ámbito público esta es la cuestión a dilucidar: ¿Concurren nuestras planes de vida públicos a la satisfacción y renovación de la persona humana, para que fructifique en una vida abundante, cada vez más significativa, cada vez más valiosa, cada vez más profundamente experimentada y más ampliamente compartida?.

Si mantenemos constantemente estas normas en nuestra mente, tendremos tanto una medida de lo que debemos rechazar como una meta de lo que debe alcanzarse.
Todas estas preguntas son un medio útil para discriminar nuestra acción individual y la de la propia sociedad. En su conjunto subyace la idea de que el primer paso es personal: un cambio de dirección del interés hacia la persona. Sin ese cambio no se logrará gran mejoramiento en el orden social. Una vez que empiece ese cambio, todo es posible.