viernes, 19 de octubre de 2012

DESAPEGO DEL PODER Y VALENTIA PARA LA REGENERACIÓN DE LA DEMOCRACIA: EL EJEMPLO DE SOLÓN DE ATENAS

José Manuel Pérez Rivera


El pasado año publicamos en “El Faro de Ceuta”, bajo el pseudónimo de Septem Nostra, un artículo que titulamos “Ceuta y España necesitan un grupo de Solones”. Después de releer la obra de Patrick Geddes “Ciudades en evolución”, ha regresado a mi memoria su contenido. La similitud entre el pensamiento del célebre pensador escocés y el precursor de la democracia, el griego Solón de Atenas, es extraordinaria. Si este último habla de la Eunomia (el buen gobierno), Geddes, en un plano más utópico, acuñó un termino similar, el de Eutopía. Pero venían a referirse a lo mismo, el surgimiento de un cambio trascendental en la historia de la humanidad, como sin duda fue la aparición de la democracia. Estos grandes avances, como indica Geddes, “han surgido con clamores y protestas contra el estado de cosas prevalecientes, y se ha desarrollado a partir de sueños y planes que invariablemente han levantado protestas en contra y clamores de “pocos prácticos” y “utópicos”. Con todo, estos “sueños poco prácticos” se han traducido a pesar de todo en resolución y esfuerzo, y aquellos “sueños utópicos” se han desarrollado con el trabajo y el esfuerzo de una, dos o más personas, pero al principio pocos individuos”. Uno de estos individuos fue Solón de Atenas, cuyas acciones supusieron la instauración de los primeros pilares de la democracia.  
Nacido en torno al 639 a.C., en el seno de una de las familias más distinguidas de Atenas, Solón abordó durante su arcontado (máxima autoridad en la Grecia Arcaica) una serie de reformas audaces: anuló la excesiva carga de las deudas que se originaron tras las introducción de una economía monetaria en el contexto de una sociedad agrícola; impidió que los hombres se vendieran como esclavos; limitó los excesos de los aristócratas al garantizar los derechos y obligaciones de sus conciudadanos. Con este fin desarrolló una legislación para evitar que “los poderosos pudiesen cometer en el futuro los desmanes que habían llevado a la ciudad de Atenas al borde del desastre” (Domínguez Monedero, 2001).
Las conocidas Leyes de Solón pusieron las bases de la democracia mediante dos medidas complementarias: la reducción de los privilegios y poderes de voto de la aristocracia poseedora de la tierra; y la dotación a los ciudadanos libres de instrumentos para convertirlos en los administradores activos de la ley. Una vez acometidas estas importantes reformas hizo algo inaudito para un político: no solamente rehusó asumir el poder absoluto que le ofrecieron, sino que se retiró de la escena para viajar, a fin de probar la fuerza y la eficacia de sus reformas. Como bien expresó Lewis Mumford en “la condición del hombre”, la acciones de Solón “fueron valientes; su desinterés, ejemplar”. El mismo Mumford se preguntaba: ¿Qué no podría lograr un grupo de Solones?.
El historiador Domínguez Monedero publicó una monografía sobre Solón de Atenas, en cuya contraportada se describe la historia de este político y poeta griego como “la de un hombre a quien, a pesar de habérsele ofrecido explícita e implícitamente el poder absoluto, la tiranía, sabe renunciar a ella tanto por responsabilidad moral como por ahorrar sufrimientos a su patria y es también la del individuo que tiene que sobrellevar, una vez que abandona la política, la incomprensión que sus medidas provocaron en sus contemporáneos. No obstante, la posterioridad le recompensó elevándole a la categoría de Sabio, dentro de los Siete Sabios”.
Autores como Javier Gomá vienen insistiendo en sus obras sobre la importancia de la mímesis y la ejemplaridad de las personas que ocupan el poder en nuestra sociedad. Buena parte de nuestros problemas actuales se deben a que nuestros políticos en vez de tomar como referente en su actuación pública a personajes históricos como Solón, prefieren a demagogos como Pericles. Y tienen en su mesita de noche, en vez de los poemas de Solón, las tragedias de Sófocles o los diálogos de Sócrates y Platón, al “Príncipe” de Maquiavelo.
La ignorancia genérica de la historia lleva a que la mayor parte de la población desconozca que situaciones de crisis como la que hoy día estamos sufriendo se han repetido en diferentes momentos históricos. Una de las primeras crisis de  “deuda” se dio precisamente en la Grecia Arcaica, cuando se creó el “dinero”, y la respuesta vino de la mano, como hemos visto, de Solón. Entonces las reformas introducidas por Solón acabaron con las deudas, redujeron los privilegios de las clases superiores y pusieron las bases de la democracia política. En la actualidad, por el contrario, las deudas ahogan a la mayor parte de la población y ni siquiera se está dispuesto a la dación de pago para la hipotecas; se hablan de mini-trabajos como nueva forma de esclavitud laboral; la desigualdad entre ricos y pobres en España es una de la más altas en los países de la OCDE. Y la calidad democrática en nuestro país es lamentable.
Solón pudo elegir entre dos caminos: perpetuarse en el poder aceptando erigirse en tirano; o bien tomar la senda de la democracia, traicionando a los de su clase, pero beneficiando a sus conciudadanos, a partir del desarrollo de la libertad, la justicia y la igualdad. Se decantó por la democracia y aunque sus contemporáneos no entendieron sus reformas y las nuevas leyes que impuso, el tiempo reconoció su sabiduría y le convirtió en paradigma de moderación, de mesura y de justicia.
Para desgracia de nuestro país, la mayoría de nuestros políticos son la antitesis del ejemplo y el modelo que encarna Solón. Nuestra clase política está dominada por personajes aferrados al poder y a las prebendas que le acompañan; cobardes a la hora de tomar decisiones impopulares por más que estén consagradas en las leyes; demagogos por naturaleza; cancerberos de los intereses de los poderes económicos; enemigos de la verdad y la perfección; incultos y seres parciales, con una visión limitada de la realidad y cortoplacistas en su acción política; aspirantes a la santidad más que a la sabiduría. 
Cuando muchos ciudadanos por todo el planeta se echan a la calle para reclamar un giro en la política económica mundial, lo hacen confiados en que alguien les escucha. Esperan que sus acciones de protesta calen en los principales mandatarios de los países más poderosos de la tierra. Y aguardan a que surja un líder con la suficiente determinación, valentía y desprendimiento del poder, similares a la que tuvo en su momento Solón de Atenas, para regenerar una democracia que ha derivado en una oligarquía liberal. Algunos ingenuos y optimistas albergaron ciertas esperanzas en la figura de Barack Obama, pero el tiempo ha demostrado que le ha faltado convicción y coraje para emprender los cambios que pueden salvar a este planeta de la aniquilación por la mano del propio hombre.
Desconocemos si alguna vez Obama tuvo voluntad real de cambiar las cosas. Es posible que si alguna vez lo pensó, pronto se dio cuenta de que los primeros  que les retirarían su apoyo serían los integrantes de las clases superiores de la sociedad americana, al ver sus privilegios y poderes mermados. Tal y como le sucedió a Solón de Atenas, su destino más previsible hubiera sido el retiro de la escena política y la incomprensión de mucho de sus conciudadanos. Sin embargo, parte de nuestra esperanza de un mundo más justo, equilibrado y democrático reside precisamente en el surgimiento de “solones” en todos y cada uno de los órganos de gobierno de los países más poderosos de la tierra. Estos líderes serían los encargados de facilitar la transición hacia una verdadera democracia inclusiva. Aunque, sinceramente, no confiamos mucho en ello. No podemos seguir esperando a la reencarnación de Solón de Atenas. Ha llegado el momento de abandonar cualquiera esperanza en que nuestros gritos en la calle sirvan para cambiar la mentalidad y la agenda política de los líderes políticos mundiales. Toda esta energía la tenemos que concentrar en la transformación del propio ser humano que pasa por “el retiro, el desapego, la simplificación, la reflexión y la liberación del automatismo”. Una vez que hayamos acometido este proceso de automejora es cuando, según Mumford, tenemos que retornar al grupo y unirnos con los que han sido sometidos a una regeneración como ésta y son por ello capaces de asumir la responsabilidad y tomar la acción. Todos tenemos que asumir la responsabilidad moral de rescatar la democracia, hoy día secuestrada por una exigua minoría de codiciosos oligarcas. Si tiene algún sentido echarse a la calle es para vernos frente a frente, reconocernos como ciudadanos, y empezar a reconstruir la democracia entre todos.

martes, 2 de octubre de 2012

EL IDEAL DEL HOMBRE DEMOCRÁTICO

José Manuel Pérez Rivera


La crisis multidimensional en la que estamos inmersos está propiciando un profundo debate sobre la actual forma de organización social, económica y política. El vigente modelo ha dado claras muestras de su incompatibilidad con la justicia, la equidad y el pleno desarrollo de la persona. Ha llegado el momento de dar un salto cualitativo en la condición humana e iniciar la definitiva transformación del hombre. En estas circunstancias necesitamos un modelo que nos sirva de guía para este ansiado cambio en el modo de organizarnos en sociedad. Pero antes de cambiar la sociedad, debemos cambiarnos a nosotros mismos. Necesitamos producir una especie más completa de hombre de la que hasta ahora ha revelado la historia. En esta larga evolución de la humanidad ha habido momentos en el que los hombres dedicaron un gran esfuerzo por alcanzar la totalidad, el equilibrio y la universalidad. El ejemplo más conocido fue el de la cultura griega entre los siglos VI y IV a.C. Pocas culturas, como la Grecia clásica, han sido capaces de representar lo verdadero y plenamente humano. Estos hombres totales, como Solón, Sócrates y Sófocles, sobresalientes pero no únicos entre los suyos, son la prueba de las posibilidades reales del hombre para dotarse de un modo ideal de vida que permita el desarrollo de una personalidad completa y una comunidad equilibrada. En lo político idearon un sistema basado en la distribución equitativa del poder, la isonomía (la igualdad de todos los ciudadanos) y la isegoría (el poder de la palabra). La combinación de estos tres principios fue lo que hizo posible la democracia. Y si queremos recuperarla debemos conocer mejor cómo eran y cómo pensaban las personas que la hicieron posible.

Para hacer este breve comentario sobre el pensamiento griego voy a basarme en la síntesis que sobre este particular realizó Lewis Mumford en su obra, recientemente reeditada en España, “La ciudad en la historia” (Editorial Pepitas de Calabaza, 2011). Según Mumford, el ciudadano griego tenía como principales ideales la armonía, la moderación, el aplomo, la integridad, el equilibrio, la simetría y la autodisciplina. Además contaban con un espíritu personal que hacía alarde de flexibilidad, falta de prejuicios, libertad y coraje solitario. Este último aspecto fue subrayado por Mumford en esta obra y en muchas otras en la que analiza la condición humana y, en especial, la forma de ser de los griegos en la época clásica. Este coraje solitario del que habla Mumford se resume en una frase que figura en el antiguo juramento efébico de Atenas, “en solitario o con el apoyo de todos”.

Los griegos ahorraban en los niveles inferiores del ser (necesidades puramente físicas) y gastaban en lo más elevado (espíritu, pensamiento y creación). Ambas necesidades, las físicas y las espirituales, estaban en interacción rítmica, el trabajo y ocio, la teoría y la práctica, la vida privada y la vida pública, por tanto, no eran entendidas como esferas separadas del ser humano. La aludida despreocupación por la parte material de la existencia se traducía en un modo austero de vida. El ciudadano griego era pobre en comodidades. No estaban oprimidos por muchos requisitos de lo que hoy en día entendemos como civilización, entre ellos la rutina de comprar y gastar. De modo que la pobreza no era un estorbo, ni la pequeñez era un símbolo de inferioridad, si de algo se sospechaba era de la riqueza.

Las ciudades helenas no tenían grandes excedentes de productos, sino que disponían de un excedente de tiempo libre que dedicaban a la conversación, la pasión sexual, la reflexión intelectual y el deleite estético. La belleza era barata y las mejores cosas de esta vida, sobre todo la ciudad misma, estaban allí, al alcance de quien las pidiera. Esto no quita que, siguiendo el principio clásico de “mens sana in corpore sano”, dedicaran parte de su tiempo al cuidado de su estado físico. Llevaban una vida atlética y no eran dados a la gula y al exceso en el consumo de vino.

En el apartado más político, la vida pública del ciudadano griego exigía su atención y participación constantes. El propio Pericles llegó a decir: “…Consideramos al hombre que no se interesa en los asuntos públicos, no un ser inofensivo, sino un carácter inútil; y aunque pocos de nosotros somos creadores, todos somos jueces dignos de la política” (Oración Fúnebre, en Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 40-41). Los griegos acuñaron incluso un término para referirse a quienes rehuían de la acción cívica, idiotis, que quiere decir individuo limitado a lo privado, de aquí procede el término moderna de idiota. Como bien comentó en cierta ocasión Cornelius Castoriadis, “para los antiguos griegos era un imbécil aquel que no era capaz de ocuparse de otra cosa que no fueran sus asuntos privados”. Esta separación de la esfera pública es una característica fundamental de la sociedad actual, lo que ha llevado a acentuar el individualismo, la apatía política, la privatización de los individuos y un superlativo grado de cinismo de la gente con respecto a lo político. Un sentimiento alentado por la clase política que recelan de quienes se implican en la vida pública, desde la crítica activa y vigilante, -siempre que no lo hagan en el estrecho margen de los partidos políticos- y al mismo tiempo alaban, como hizo el Sr. Rayoy, a los “idiotas”, -con perdón-,  que se quedan en sus casas y conforman la “mayoría silenciosa” de este país. 

Otro rasgo característico de la vida pública en Grecia era el respeto por las leyes. Según Rostovtzeff, citado por Karl Polanyi en “El sustento del hombre”: “en Grecia, las leyes están hechas por hombres. Si una ley ofende a la conciencia de la mayoría, puede y debe cambiarse;  pero mientras esté en vigor, todos están obligados a obedecerla, porque hay algo divino en ella y en la idea misma de ley”. Un apartado que merece la pena subrayarse es que esta estricta regla de la ley en la ciudad procedía de la toma de conciencia general de que era una “ley creada por todo el cuerpo de ciudadanos”. Esta diferencia es básica para comprender lo que diferencia la concepción de las leyes por los antiguos helenos de la nuestra. Las leyes en la Grecia clásica eran promovidas y propuestas por  la Boulé (asamblea restringida de ciudadanos, elegidos por sorteo de carácter rotatorio), pero eran aprobadas por la Ekklesía o Asamblea de ciudadanos. Una diferencia notable con el modelo vigente en España y en el resto de los países  que se rigen por la llamada “democracia representativa”, que, como tuvimos ocasión de tratar en una ocasión anterior, no son otra cosa que regímenes oligárquicos liberales.

Como resultado de esta tergiversación de la idea de democracia, nos vemos obligados a acatar una serie de leyes promovidas por estas oligarquías políticas, en el que participan, como enumeró Castoriadis, “la burocracia de los partidos políticos, la cima del aparato del Estado, los dirigentes económicos y los grandes propietarios, el managment de las grandes firmas y, cada vez más, los dirigentes de los medios de comunicación e información”. Los integrantes de esta oligarquía, como era previsible, redactan y aprueban leyes que en muchas ocasiones atienden exclusivamente a su interés. Pero la cosa no queda ahí. En los últimos tiempos estamos asistiendo a un proceso en el que esta capacidad legislativa está siendo utilizada para socavar los principios básicos de la verdadera democracia como es el derecho de reunión, manifestación y libre expresión de la palabra (isegoría).

Hemos llegado a un punto en el que hasta la resistencia pacífica está siendo criminalizada en nuestro país por un partido político de claro signo autoritario. Hoy, más que nunca, cobran sentido las palabras de Henry Thoreau, contenidas en su conocida obra “La desobediencia civil”, en la que proclamaba “que lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo…Y para ser (la ley) estrictamente justa habrá de contar con la aprobación y consenso de los gobernados”.

Como todo ideal, y el del hombre democrático no deja de ser uno de ellos, necesita un camino para convertirlo en realidad. Este camino, -el que siguieron los griegos que hicieron posible la democracia-, es el de paideia o la educación. Tal y como nos recuerda Werner Jaeger en su estudio “Paideia: los ideales de la cultura griega”, “la democracia, con su apreciación optimista de la capacidad del hombre para gobernarse a sí mismo, presuponía un alto nivel de cultura. Esto sugería la idea de hacer de la educación el punto de Arquímedes en que era necesario apoyarse para mover el mundo político”. Las ideas de Jaeger sobre la paideia fueron resumidas por Lewis Mumford en su obra “Las transformaciones del hombre”. Según la lectura que hace Mumford de este término, la paideia, -tarea que debe de convertirse en la principal de la vida del hombre democrático-, “es la educación mirada como una transformación de la personalidad humana que dura toda la vida, y en la cual todos los aspectos de ella desempeñan un papel. A diferencia de la educación en el sentido tradicional, la paideia no se limita a procesos de aprendizaje consciente, ni a iniciar a los jóvenes en la herencia social de la comunidad. La paideia es más bien la tarea de dar forma al acto mismo de vivir, tratando toda ocasión de la vida como un medio para hacerse a sí mismo, y como parte de un proceso más amplio de conversión de hechos en valores, procesos en finalidades, esperanzas y planes en consumaciones y realizaciones. La paideia no es únicamente un aprendizaje: es un hacer y un formar, y la obra de arte perseguida por la paideia es el hombre mismo”: el hombre democrático.